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Por Marcos Hernández Bermejo

Una semana después, acompaño al colegiado peruano a otro partido de categoría senior masculina. Esta vez es en Alcorcón; en el polideportivo de la Huerta. A primera hora de la tarde Celmig y Elithe disputan un choque aburrido y sin espectadores. El trabajo de Flores es sencillo y no recibe más que alguna protesta tan aislada como educada. Sin embargo, en el campo contiguo hay un tipo que llama mucho más mi atención. No para de vociferar contra el chaval que pita el encuentro que se juega allí; sin ton ni son, haga lo que haga. “Venga árbitro, si se lo ha llevado por delante”; “no me jodas”; “que no te enteras”. Aparenta 50 años, pelo canoso y ropa juvenil. Es el prototipo de seguidor que canaliza sus frustraciones vitales a través del fútbol, aunque sea de la tercera división de aficionados. Hoy su víctima -que es también nuestro segundo protagonista- se llama José María Aymerich, tiene 18 años y viste mallas largas contra el frío, una prenda que el propio joven reconoce que infunde poco respeto. Guantes no lleva porque se le escurre el silbato.

Este hombre no dejó de increpar al árbitro en todo el partido.
Este hombre no dejó de increpar al árbitro en todo el partido.

José María es rubio, delgado y tiene cara de niño. Tanto que alguna vez por error le han mandado al vestuario de los jugadores en vez de al de los colegiados. Corre ligeramente encorvado, como si sobre el césped fuera tímido y no quisiera mirar a los ojos. Quizá esa sea un arma secreta para centrarse más en el juego y olvidarse de la grada. Y debe de ser muy efectiva porque tras el encuentro me asegura que no se ha enterado de que había un pesado que no paraba de meterse con él. “Vaya jeta”, “árbitro penalti”, “ponte lupas”, son frases que no llegaron nunca a los oídos de su destinatario.

En persona la supuesta timidez de este universitario de Puerta de Toledo se desvanece. Es simpático, risueño y ríe a carcajadas. Incluso cuando recuerda sus momentos más tensos sobre el césped. En La Elipa José María expulsó a un jugador y a continuación los dos equipos iniciaron una pelea a patadas y puñetazos. Aquello no le impresionó demasiado y no le ha dejado ninguna huella profunda, si acaso una conclusión positiva: “Normalmente intentan más pegarse entre ellos que a mí”. Hace tres semanas en Carabanchel, durante un partido de benjamines -9 o 10 años-, algunos padres no paraban de insultarle y se planteó avisar al delegado de campo para que llamara a la policía, pero finalmente no lo hizo. Los propios niños le frenaron con tiernos comentarios como uno que recogió en el acta y que ahora con una sonrisa me enseña en el móvil: “Arbi, no les hagas caso.  Te puedes equivocar alguna vez; no pasa nada. Siempre son los mismos padres”.

Cuaderno donde el joven colegiado anota las incidencias.
Cuaderno donde el joven colegiado anota las incidencias.

De puñetazos a tirones de pelo

Padres; esos adultos responsables que se espera sean referentes para sus hijos por su mesura y civismo, pero que en fútbol base muchas veces son el principal foco de infección. En el descanso, en el bar del recinto deportivo me confirman esta idea. Sonia y Ernesto tienen la concesión del establecimiento desde hace cinco años a cambio del cuidado de los instalaciones y los vestuarios. No les da para ganar mucho pero se lo pasan bien. Siete días de trabajo a la semana entre balones y porterías les convierten en doctores cum laude de la materia que tratamos. Calculan que llaman a la policía municipal unas tres veces al año por incidentes. La última: tirones de pelo entre las madres de los jugadores, lo que oyen. La penúltima: una pelea entre jugadoras juveniles. “Una llamó hija de puta a otra y no pararon. Las mujeres son más rencorosas y más pesadas. Se insultan más”, opina Sonia sin miedo al que dirán.

Esta extrovertida pareja aclara que los puntos de vista difieren mucho dependiendo del colegiado. Lo que para algunos es sólo motivo de risas para otros supone un aviso a las fuerzas de seguridad. Sonia y Ernesto cuentan que en general los jóvenes son más serios y responsables porque tienen ambiciones de ascender de categoría. Para decidir sin son aptos o no, expertos federativos de incógnito les evalúan tres veces cada temporada. Tienen en cuenta cosas como la verificación de las redes de las porterías, las actas bien cumplimentadas o las posibles confusiones con los colores de los uniformes. En este aspecto falló el niño José María en su último examen. El delegado de la Federación de Fútbol de Madrid se quitó la careta y le anunció tras el partido que su nota se quedaba en un 7,25 porque la vestimenta del portero local se parecía demasiado a la de los jugadores visitantes.

Las mallas le restan presencia, pero hoy hace frío.
Las mallas le restan presencia, pero hoy hace frío.

José María Aymerich decreta el inicio de la segunda parte del encuentro de juveniles entre la Juventus Academy Alcorcón y el Estudiantes Alcorcón B. Los jugadores tienen exactamente su misma edad y bien podría pasar por uno de ellos si no fuera por el uniforme gris. De hecho, él lo preferiría. Le gusta más jugar que arbitrar, incluso entrenar que arbitrar. Pero desechó el curso de preparador porque era muy caro, 1.000 euros. Se apuntó al de árbitro con dos amigos que más tarde desistieron. Y al final ha acabado pitando hasta quince partidos al mes. Esta elección casi por descarte nos demuestra que aumentar su cuenta corriente no era su objetivo principal; como entrenador a corto plazo no lo habría hecho, y en realidad tampoco lo necesita porque sus padres son profesionales bien pagados. Lo que buscaba era adentrarse más en mundo que le encanta, el del fútbol, y vivirlo intensamente al interpretar papeles menos habituales. No obstante, sigue matando el gusanillo de los driblings y chuts jugando en un equipillo de fútbol sala.

La historia de Aymerich es parecida a la del peruano Flores, quien también pegaba patadas al balón en su juventud y le gustaba más, pero que aún así disfruta mucho de la faceta deportiva del arbitraje. Ejemplos como los suyos ponen de manifiesto que el segundo motivo para hacerse árbitro tras el económico es el amor por este deporte. Adoran el balompié desde cualquiera de sus roles y niegan de plano el tópico que sostiene que los colegiados son futbolistas frustrados.

En el vestuario a veces recibe consejos de compañeros veteranos.
En el vestuario a veces recibe consejos de compañeros veteranos.

Seres superiores (o eso creen)

Seguro que muchos de ustedes aman el fútbol tanto como ellos y puede que también padezcan estrecheces económicas, ¿pero a qué no se les ocurriría ponerse a arbitrar? Y es que cualquiera no puede hacerlo. La mayoría de nosotros no podría aguantar la presión que ellos soportan: solos ante la multitud, criticados sin piedad, insultados, amenazados e incluso agredidos. Piensen en su trabajo e imaginen a su compañero el que se ofende porque alguna vez han olvidado felicitarle, o al que después de una mínima discusión pasa días sin hablar, o al inseguro que tras tomar una decisión rumia sin parar una posible equivocación; ¿creen que ellos podrían enfrentarse a 90 minutos de decisiones constantes e instantáneas y a 22 jugadores y decenas, centenas o miles de espectadores dispuestos a cabrearse y despotricar sin piedad aunque el colegiado acierte? Y si dado el caso tuvieran que hacerlo por necesidad desde luego no lo harían con el buen humor que siempre exhiben José y José María, eternamente sonrientes y relajados aunque les acaben de llamar hijos de puta un centenar de veces. ¿Qué es lo que les hace diferentes? Aparte del coraje y osadía que se necesitan para no temer una paliza, la clave está en su percepción de la realidad. Un estudio de la universidad británica de Northumbria lo explica científicamente: el gremio arbitral padece una especie de trastorno de la personalidad conocido como superioridad ilusoria.

Entre nosotros hay personas que siempre creen que lo hacen bien todo, que no contemplan haberse equivocado y si reciben críticas piensan que el autor es parcial o que no sabe lo que dice. En todos los grupos profesionales hay gente con ese carácter marcado por la superioridad ilusoria; es decir, que creen que actúan invariablemente mejor que los demás. Pero es que en el caso de los colegiados, todos son así. O al menos los 42 árbitros que participaron en el estudio de la citada universidad del norte de Inglaterra. Su autor, el psicólogo Nick Neave, resume así la investigación: “Los árbitros encaran los partidos con una gran confianza. Esperan hacerlo bien y realmente disfrutan en el campo. No les molesta la percepción que la gente pueda tener sobre ellos. Cuando termina el encuentro, aunque puedan haber cometido algún error, siguen sintiendo que han hecho un buen trabajo”. Es decir, destacan por una seguridad en sí mismos a prueba de bombas, sólo comparable a la de políticos, jueces o militares en guerra.

 ¿Cómo se plasma este rasgo en su vida cotidiana? Aunque no tenga ninguna validez científica acompaño a Aymerich al lugar donde estudia, la facultad de Ingeniería de Telecomunicaciones de la Universidad Politécnica. Quiero saber cómo se comporta con sus compañeros en un mundo en el que todavía priman atributos típicos de la adolescencia como la necesidad de aceptación por los demás y el gregarismo. Pues bien, resulta que José María es amigo de todos y según sus compañeros destaca por su buen humor y su independencia. “Va a su puta bola”, dicen entre risas. Y recuerdan una anécdota reveladora sobre el personaje. El profesor le mandó a la pizarra a explicar un problema muy enrevesado -la curva cicloide- y él no sólo supo de qué iba la cosa sino que la explicó a sus compañeros con brillantez y sin ningún temor a hablar en público, cosa rara en España. Desde entonces el docente únicamente se conoce su nombre.

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El árbitro (segundo por izquierda) entra con sus compañeros a la facultad.

Termino el reportaje y tengo respuestas para alguna de las preguntas que me planteaba al comienzo. El dinero y la pasión por el fútbol empujan a los árbitros a serlo, pero sólo aguantan los sinsabores del oficio los tocados con ese rasgo llamado superioridad ilusoria. Sin embargo, no obtengo contestación para otras cuestiones que rondaban mi mente y que me movieron a escribir. ¿Son justicieros también en su vida diaria? ¿Necesitan sentirse protagonistas en sus círculos familiares, profesionales y de amistades? He de reconocer que soy incapaz de constatarlo, aunque más bien diría que no especialmente. Tampoco puedo responder a una pregunta un poco morbosa que me surgió y de la que ni siquiera he llegado a deducir nada: ¿Resulta atractiva para las mujeres la personalidad de los árbitros y su desmesurada confianza en sí mismos? José Flores está felizmente casado y José María Aymerich no tiene novia. Es lo único que puedo decir sobre el asunto porque estos árbitros han demostrado que lo que sí son es gente discreta y elegante, y eso que ya no visten de negro.

*Las fotos que acompañan este reportaje son obra de Marcos Hernández Bermejo y Elena Gallego Fernández.

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