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Por Marcos Hernández Bermejo

Mientras escribo este reportaje aparece por fin la sentencia contra el policía nacional Alberto Moreno. Un nombre común y una profesión inquietante para el autor de la agresión más mediática que ha sufrido un árbitro de fútbol en los últimos tiempos. Ocurrió hace tres años en Burjassot, Valencia, cuando el todavía agente del cuerpo ocupaba sus ratos libres jugando con el Mislata. Se cumplía el minuto 87 de juego y el partido iba empate a 2. El árbitro señaló una falta al acusado y éste, a cambio, le dijo que era un subnormal y que se fuera a cagar, por lo que fue expulsado. Rabioso por la tarjeta roja, el policía comenzó a golpear con los puños y la puntera de sus botas al colegiado; y siguió haciéndolo con saña cuando yacía ya en el suelo de césped artificial. A Héctor -que tenía tan sólo 17 años- le extirparon el bazo durante la semana que pasó ingresado en el hospital y además estuvo dos meses sin ir a clase. Como era de esperar, también dejó al arbitraje. Ahora el agresor y la fiscalía han pactado una pena de diez meses de prisión y una indemnización de 62.000 euros, con lo que Moreno no llegará a pisar una celda. A su víctima, el trauma le acompañará de por vida y también el riesgo de infecciones, ya que el bazo es un órgano clave del sistema inmunitario aunque la cultura popular afirme que no sirve para nada.

La reciente noticia nos ayuda a entender porqué un árbitro abandona los campos y a qué puede llegar a exponerse. Lo que no explica es por qué Héctor y los otros 10.000 colegiados que hay en España en todas las categorías se dedican a una actividad que como la de torero nadie querría para un ser querido. ¿Qué les mueve a coger el silbato? ¿Cuáles son realmente sus motivaciones? ¿Les compensa adentrarse en un mundo de agresiones, soledad y críticas sin fin?

Para buscar la explicación a este enigma recurro al contexto más adverso que se me ocurre. Un suburbio donde se encuentran pisos por menos de 20.000 euros, sinónimo de que poca gente quiere vivir allí. Es San Cristóbal de los Ángeles, el barrio más al sur del sur de Madrid, surgido en los años sesenta entre carreteras, vías férreas y polígonos y donde la fuga de sus primeros pobladores andaluces y extremeños ha forzado el cierre de muchos de sus comercios. Antes que ellos, también volaron sus vecinos más ilustres: Raúl y los Camela. El destejido social de este distrito maltratado cuenta actualmente con la mayor proporción de inmigrantes de la capital, un 41%, y con una notable presencia de familias gitanas que fueron realojadas allí en los ochenta. Son las 11.30 de la mañana de un domingo tan frío que podría hasta nevar y en el estadio del Club Deportivo San Cristóbal de los Ángeles apenas 25 personas pasean por las gradas, más los cinco o seis que toman algo en el bar que hay a pie de campo, un palco vip donde al menos no pega el viento. El recinto es cerrado, el piso es de tierra y la entrada no es gratuita, cuesta dos euros pese a disputarse un partido del grupo octavo de la tercera división de aficionados. Huelga decirlo, pero lo subrayaré para los incautos, no hay ningún tipo de seguridad: ni policía municipal o nacional, ni Guardia Civil ni agentes privados. Ocurre aquí y en el 99% de los campos de España.

¿En qué demonios pensaba cuando se hizo árbitro?

Calientan locales y visitantes, el San Cristóbal y el equipo de fútbol de la Escuela de Balonmano Villaverde. Son respectivamente novenos y decimoquintos de la clasificación. Pertenecen a la categoría senior, un cajón de sastre en el que no se precisan muy bien las edades de los jugadores, salvo que son mayores de 18 años. En este caso rondan los 25 y no parecen especialmente atléticos. Algunos de sus nombres cogidos al vuelo son Johnny y Richard. Mucho más clásico es el nombre de pila de nuestro primer protagonista, José, que arbitra este encuentro y que por fin salta al rectángulo de juego. Viste de gris, tiene 43 años y es de origen peruano.

Torres de pisos baratos flanquean el estadio del San Cristóbal.
Torres de pisos baratos flanquean el estadio del San Cristóbal.

Quizá porque en la ciudad donde comenzó a pitar, Lima, las circunstancias eran entonces más difíciles -futbolistas agresivos, hinchas apasionados y sociedad insensible a la violencia en el contexto sanguinolento de Sendero Luminoso-, desde que llegó a España hace 13 años José Flores no se amilana ante nada. Sabe que los 10 primeros y últimos minutos de cada encuentro son capitales. Los jugadores lo dan todo y hay que evitar que se desmadren, aunque esta vez están muy tranquilos, demasiado según el gusto del entrenador local que entre cigarrillo y cigarrillo les grita que se dejen de mariconeos y de tanta mierda. Su estética de figurante de Perros Callejeros resulta anacrónica y más viendo los modernísimos peinados copiados de Cristiano Ronaldo que lucen sus jugadores. El chándal de Bob Marley también es de otra época y no encaja con el ligero poliéster y con el brillo y holgura de todas las equipaciones deportivas sobre la pista. Olvidado ya para siempre el riguroso negro, el árbitro también luce actualizado. Cuenta con dos equipaciones de colores que consigue en la federación a principio de temporada. Por 35 euros, le dan camiseta, medias, pantalones y una botas de mala calidad que, según José, no valen para nada.

Poco a poco el San Cristóbal se va haciendo con el partido, son mejores y lo saben. Por eso se sienten más presionados. Y sin ninguna jugada polémica de por medio, comienzan a llover desde la grada los desprecios al colegiado. “Árbitro malo”, “hay que correr un poquito”, “déjate de boludeces”. Más o menos precisos geográficamente, José asume que algunos insultos xenófobos le caerán en cada enfrentamiento, como es habitual desde que dirige en Madrid. Pero esto no es nada comparado con lo que le ha llegado a suceder en otros campos. Ante el acoso de la hinchada, en Aldea del Fresno tuvo que pedir al delegado de campo que llamara a la Guardia Civil para que le escoltara hasta un municipio vecino. No le gusta recordar lo que ocurrió en el estadio exactamente y no lo cuenta, pero sí lo triste que fue buscar un autobús que le sacara de allí en dirección al barrio leganense de La Fortuna, donde vive. No es que no se atreva a llevar su coche a los partidos, es que no tiene. Lo que sí tiene son mujer y tres hijos, y a ellos prefiere no llevarlos. Nunca lo ha hecho porque no quiere que vean como insultan a su padre.

En otra ocasión en San Martín de Valdeiglesias un seguidor comenzó a insultarle desde el primer minuto. Perdió la paciencia y se encaró con él. “Si tiene algo más que decir, quedamos ahí después”, le retó. Y no hubo respuesta ni tampoco más improperios. Rompió su regla de no atender a las provocaciones porque podría ser contraproducente y poner a todo el graderío en su contra, pero funcionó. Esta mañana en el barrio más sureño de Villaverde no está necesitando nada parecido. “Daba gusto ver lo deportivos que eran los jugadores”, me diría más tarde.

El vestuario local -número 3- y el de los colegiados están a menos de un metro.
El vestuario local -número 3- y el de los colegiados están a menos de un metro.

José nos desmonta un tópico y el inicio del reportaje: asegura y corrobora con anécdotas que en las barriadas de Madrid y su periferia no están los campos más conflictivos, sino en los pueblos pequeños del resto de la comunidad. Caso aparte son las ligas latinas, disputadas en instalaciones deportivas semiabandonadas en parques y que por encima de todo son un evento social entre los inmigrantes hispanoamericanos en el que más que la pelota corre el alcohol. Las descarta porque “beben mucho y hay mucha patada”, y también porque se cobra menos. Y he aquí una de las razones para ejercer esta ingrata, solitaria y arriesgada actividad llamada arbitraje: José Flores es electricista de lunes a viernes pero el fin de semana es un profesional del silbato, y como usted o como yo, trabaja por dinero.

En la diana por 48,8 euros

Por el encuentro de hoy se embolsará 48,8 euros, pero si hubiera pitado en Getafe serían 68, debido a las dietas. En las  poblaciones de sus peores recuerdos la recompensa es aún mayor porque están más alejadas de la ciudad, ya en plena sierra. De hecho, pese a la distancia, el riesgo y los insultos, José prefiere pitar allí. Desequilibran la balanza a favor de Aldea del Fresno, Pelayos de la Presa o Chapinería, un poco más de dinero y que le divierte la tensión y la pasión que se vive en aquellos estadios. Aunque resulte increíble, cada miércoles -cuando se decide el calendario del siguiente fin de semana- hay hombres sentados en el sofá de casa que al abrir el correo electrónico de la federación desean un desplazamiento a la boca del lobo. Definitivamente están hechos de otra pasta. ¿Pero de cuál? Más tarde les contaré cuál es su material secreto. Cómo son por dentro, cómo son su mente y su carácter. Qué es lo que les permite enfrentarse sin ningún miedo al peligro. Qué es lo que les diferencia realmente del resto de los humanos.

La crisis económica demostró cuán importante son los billetes para despertar vocaciones. De hecho, el inicio del crack en 2007 marcó un antes y un después en la abundancia de candidatos al martirio arbitral. La posibilidad de ingresar entre 200 y 800 euros mensuales -la cantidad varía en función del número de partidos dirigidos, las dietas y la división- afiló el colmillo de muchos.  A partir de ese año las solicitudes para participar en los cursos que imparten las federaciones autonómicas y que conducen a obtener la licencia se multiplicaron. Pero no tanto el número de colegiados resultante porque desde entonces los responsables federativos pudieron permitirse el lujo de seleccionar y no admitir a cualquiera. Aún así, el crecimiento ha rondado el 10% anual en Madrid, Valencia o Cataluña.

Nuestro protagonista recuerda que cuando comenzó a arbitrar en Lima a los 19 años le pagaban 30 soles, unos 9 euros. Se apuntó a pitar porque unos compañeros de su equipo de fútbol lo habían hecho. Con dudas al principio, optó por lo más sencillo: linier. Sabía que la bronca se la lleva siempre el colegiado principal aunque el culpable del fallo hubiera sido su juez de línea. La timidez inicial se disipó pronto. “Empecé a ganar dinero y me metí de lleno”, asegura con un tono lejano a su serenidad habitual. Tan sólo otra vez en todo mi tiempo con él rompió ese aire de modestia y aplomo. Fue cuando reconoció que hay jugadores tan malos y jugadas tan penosas que le entran ganas de reír, pero que no lo hace porque los futbolistas se ofenden fácilmente, exactamente lo contrario que él. Aún así, le ha llegado a soltar a un capitán: “Vaya paquete es ese jugador vuestro”.

José se cambia en un vestuario aceptable, “otros parecen un almacén”.
José se cambia en un vestuario aceptable, “otros parecen un almacén”.

En un campo difícil como el de hoy no se puede permitir esos lujos. Aunque hasta ahora, mediada la segunda parte, el partido discurría pacífico. El San Cristóbal va ganando 1-0 y su estrella, el extremo derecho Richard, se ha empeñado en protestar cada una de la últimas jugadas. En una de ellas se ha ganado la primera tarjeta amarilla y no deja de hacer méritos para llevarse la segunda.  En este momento hace aspavientos y pega voces porque según él le han empujado cuando corría sólo hacía la portería. El árbitro detiene el partido y se acerca despacio hacia el quejica, con el tempo de un western. En la grada sospechan que le van expulsar. “Inútil, dedícate a pitar”, le gritan como si quisieran motivarle aún más para mostrar la cartulina roja. Sin embargo, José le espeta al jugador: “Te tranquilizas o hasta aquí, no más”. Y Richard por arte de magia se relaja. El limeño sabe que nunca se puede amedrentar y permitir que le falten al respeto y le griten porque entonces todos los jugadores empezarían a hacerlo. “Somos sobre todo psicólogos”, asegura.

El entrenador setentero cambia a Richard para evitar que le expulsen y a partir de ese momento comienzan a llover los goles en la portería de la Escuela de Balonmano Villaverde. El San Cristobal se suelta la coleta y le casca 5 a sus invitados con una inesperado jogo bonito que enardece las despobladas gradas. Con alegría local y resignación visitante concluye el partido. Todos saludan al colegiado. Todos menos Richard, que se estaba duchando. Ahora que ha terminado de cambiarse y peinarse, el extremo derecho espera en la puerta del vestuario arbitral a que José salga. Y no lo hace para meterle una hostia sino para decirle mientras le estrecha la mano: “Árbitro, buen partido”.

Continuará…

*Las fotos que acompañan este reportaje son obra de Marcos Hernández Bermejo y Elena Gallego Fernández.

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